COMPENDIO MÍNIMO DEL SONIDO DE UN TECLADO


“doblégate

que nada puede salvarme de mí mismo

y que tampoco nada es suficiente:

lo vivido lo roto lo que insiste

jamás este poema”

«Animales equívocos» Jorge Gustavo Portella

Frente a mi ventana, presencié el momento en que una batería antiaérea impactó en un Bronco. Aún no habían construido los edificios de enfrente, por lo tanto, pude observar cómo el avión empezó a emanar una larga cola de humo y finalmente se estrelló más adelante. Todo esto lo presenciamos en vivo, desde la base aérea de La Carlota. Apagué el televisor de mi habitación y puse mis audífonos al máximo volumen con un cassette de «Use Your Illusions», mientras veía la entrada del concierto al que no pude asistir porque mi mamá no me dejó, a pesar de haberme costado un ojo de la cara.

Al día siguiente, 28 de noviembre de 1992, nos enviaron a buscar todos los periódicos del día en el quiosco. El titular en El Diario de Caracas decía: «El golpe fracasó nuevamente». Nos dedicamos a recortar todos los artículos y fotos de los diarios. Era un ejercicio hemerográfico sin pies ni cabeza, pero que fortaleció mi curiosidad más allá de Olafo y Lorenzo y Pepita. Lo mismo sucedió en los días siguientes: fotos, noticias, crónicas, entrevistas, pero sobre todo los nombres de muchos columnistas de opinión quedaron resonando en mi cabeza de doce años.

Semanas después, escapé para ver a Iron Maiden…


La Casa de la Poesía Andrés Bello se convirtió en un refugio y un descubrimiento. En sus oficinas conocí a muchos poetas que se convirtieron en maestros, consejeros y amigos. Me generaba dudas si el oficio de escribir tenía alguna remuneración. Aunque conocí a muchas personas eruditas y estudiosas, se notaba la «austeridad» en la que vivían muchos de ellos.

Hubo otros casos muy diferentes. El padre de Altagracia, un consumado escritor que vivía con cierta holgura y ocio. Ahí aprendí que sin el ocio, la escritura no existe.

Por otro lado, Gustavo, mi vecino de enfrente, era alguien que, contra todo pronóstico, estaba tan dentro como fuera de esos círculos de intocables. Jugábamos al fútbol, tocábamos la guitarra, bebíamos ron y de repente surgía la poesía. Como hermano, maestro y consejero, era un ejemplo de que, si no se podía vivir de escribir, se podía escribir para vivir.

Así, entre tachaduras, reescrituras, libros garabateados y hojas sueltas, fuimos construyendo la adolescencia y las letras. Una tarde fuimos a jugar bowling y me entregó una carpeta: «No repitas mi nombre», decía en la primera hoja. Lo leí de un tirón y me permití hacer algunas anotaciones. No fue hasta 2006 que lo vi publicado. «Hizo caso», pensé cuando lo leí por segunda vez.


Era marzo de 1995 y estaba leyendo «Piedra de Mar». “Fabuloso”, me decía a mí mismo mientras devoraba sus páginas de lectura obligatoria. La jefa de curso se asomó al salón indicando que era el último día para decidir entre ciencias y humanidades. Mi corazón dio un vuelco y pedí permiso porque tenía que hablar de algo. La profesora de química, Sisi, entendió claramente lo que estaba pasando.

Corrí por los pasillos vacíos del Colegio San Ignacio hacia Psicología. El hombre, del que se sospechaba que tenía una sexualidad dudosa pero que era el jefe principal de psicología, me recibió diciendo: «Te estaba esperando, solo faltabas tú». Amable y sonriente, me invitó a sentarme mientras sacaba de un cajón una carpeta inmensa con mi expediente. Al salir de esa oficina, sentí un alivio inmenso, pero de repente recordé que se avecinaba una conversación para la que no estaba preparado.

«¿PERIODISMO EN LA CENTRAL? ¿ESTÁS LOCO? TERMINARÁS VENDIENDO COLLARES EN EL ATENEO». Acto seguido, se escuchó un portazo. Me quedé en silencio en el pasillo, sin saber qué hacer. Quería vivir de escribir. Quería leer como un animal. Quería tener la excusa de sentarme durante horas esperando la inspiración mientras trabajaba, y qué mejor que el periodismo para vivir de eso. La escuela de periodismo me recibió un año después de graduarme… Iba a vivir de escribir, eso estaba seguro.


El teclado emite un constante y rítmico sonido. Las letras se ordenan poco a poco en la pantalla mientras reviso mi correo y Teams al mismo tiempo. Siento una sensación renovada mientras avanzo en la página en blanco, conectando ideas inconsistentes y construyéndolas como una torre de cartas, temerosas pero seguras de que, a pesar de cualquier brisa, se mantendrán con orgullo sobre la mesa.

Cualquier cosa que diga es excusa: me importa poco el lector y mucho menos la crítica. Ya pasaron los años en los que los acentos y la sintaxis eran motivo de disputa con Pilar Pascual en la redacción del diario. El cálido abrazo de Jaime Jara Cervantes me introdujo al mundo del marketing y a escribir de manera diferente en un país diferente. Lamentablemente, esa enseñanza se la llevó el cáncer en enero de 2020.

Lo  cierto es que vivo de escribir, eso es lo que hago: no vendo collares en el Ateneo, no conquisté a ninguna con versos de Bécquer, no tengo homenajes como Gonzalo Rojas ni escribo malandro -aunque lo hice- como mi maestro William Osuna.

Me reconozco como escritor porque escribo. No me faltan textos que no pueda o deba pulir. No me cuesta desprenderme de textos antiguos y convertirlos en poemas o cuentos más maduros. No me asusta recitar poemas propios y ajenos. No me tiembla el pulso al corregir los textos de Omar Pérez o Soledad Morillo, incluso si me regañan. No me cuesta firmar un correo, perfectamente escrito, con sus puntos, comas, acentos y «de acuerdo con» en lugar de «de acuerdo a». Ya no tengo miedo de escribir NO una y otra vez, aunque en marketing sea un pecado mortal.

Amo como cambia la lengua a medida que recorres el continente, amo los diccionarios, las agendas, los libros para niños y los ensayos antropológicos. Amo el olor a tinta en papel de diario, saboreados con café y pan dulce. Adoro las crónicas de futbol, como palabras arrancadas de la boca de una aeda griego. Amo encontrar en cada palabra un atino perfecto para una situación única que la describe: pifostio, follón, bervena, tinglado, tumulto, sampablera, peo, según el caso.

Detesto los gerundios, las mayúsculas innecesarias, las comas fuera de ritmo, las referencias a Cortázar, los diálogos monosílabos, las ideas inconclusas y las conclusiones sin ideas.

No me importa, porque no estoy curando el Covid, estoy salvando mi alma.

P.D.

Aún no he podido ver a Guns N’ Roses.


Estos cuentos forman parte de los ejercicios realizados en el curso de escritura migrante «Yo me cuento», con mi querida Profesora Mireya Tabuas como facilitador durante julio y agosto de 2023.

Deja tu comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.