AL TIEMPO DE CUATRO CAMAS


Cuando me preguntan cuánto tiempo llevo viviendo en Chile, respondo: «Unas cuatro camas, aproximadamente.» Digo cuatro porque incluso cuento la primera, aunque fue de corta duración.

La primera fue una cama inflable, nos duró alrededor de un mes. Teníamos que inflarla y desinflarla todos los días para no ocupar el espacio en la sala de mi hermana, quien nos acogió durante los primeros días. Con el paso de los días, las evidencias de las primeras fugas de aire eran más que notorias, incluso le fueron creciendo burbujas cual senos que usábamos como almohada. Después de una semana, apareció la segunda, y digamos que nivelamos las cosas.

La segunda cama llegó como donación cuando nos mudamos al departamento que alquilamos. Recibimos con cariño un colchón usado que estaba en un porche de una casa, aunque primero tuvimos que limpiarlo de manchas y olores de sus antiguos ocupantes. No era raro verlo tomando sol en la ventana.

Los tres dormimos en ese colchón por casi 3 años. No lo usábamos de forma longitudinal, ya que no cabíamos. Al no tener una cama tradicional, nuestra disposición era de estilo «japonés»: una excusa para nosotros y un entretenimiento para una niña pequeña que lo encontraba ideal, ya que podía saltar tanto como quisiera sin riesgo de accidentes.

Una noche, establecimos un objetivo: queríamos una cama. Cuando llegaron las ofertas, mi tarjeta crujía mientras realizaba la exitosa compra de una cama de 2×2 con todos sus artilugios. Dos meses después, un sábado de diciembre y tras celebrar no sé qué cosa, llegó el envío. Llegó muy temprano, sin importarle las huellas de dos botellas de pisco.

Pero finalmente teníamos la cama…

Era inmensa, ocupaba toda la habitación. Nada le servía, así que tuvimos que buscarle ropa a medida. Junto con las sábanas, vinieron cuatro almohadas inmensas, que también necesitaron sus propias fundas. Encontrar accesorios para la cama se convirtió en una verdadera aventura. Nada le quedaba bien, parecía un niño que siempre necesita una talla más grande, y los regalos siempre venían con el recibo de cambio.

Cuando llegó el frío, también llegaron el edredón y sábanas de colores, así como un par de mesitas que complementaban el espacio. Eventualmente, nos mudamos y tuvimos que transportar los muebles. Hicimos un ritual con amigos y varios vinieron a ayudarnos a mover la cama. Era enorme, casi como una procesión de Semana Santa cumpliendo promesas por favores recibidos.

La niña crece y cada día se hace más complicado dormir con el bebé que había compartido la cama con nosotros desde el primer día. De la misma tienda obtuvimos el hermano menor. Una cama individual que ocupaba la nueva habitación. Hecha a medida, con sus colores, almohadas y mantas. Aunque ella duerme en su cama nueva, de vez en cuando se une a nosotros en nuestra cama. A diferencia de nosotros, que crecimos con las comodidades de la cama de papá y mamá, esta cama grande también se ha convertido en su cama, presente y futura.


Estos cuentos forman parte de los ejercicios realizados en el curso de escritura migrante «Yo me cuento», con mi querida Profesora Mireya Tabuas como facilitador durante julio y agosto de 2023.

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